Apariencia sin sentido

Lucía Cánobra Pompei
















El tren viaja vacío, a gran velocidad.
El desierto está cubierto de una espesa nube gris.
No llueve.
Nunca ha llovido.
Nunca lloverá.

Un público aburrido espera el paso, como si fuera un corredor
cansado, a punto de abandonar-se
en el cansancio de unas velas que recalan en bahías
imposibles, semicírculo rodeando al fuego
de los ciegos
de los vagos
de los límpidos amores de otro siglo.
El zumbido se congela.
Ya es de noche.

La luna se refleja en la extensión baldía.
Siglos en siniestro sino,
en la absurda vocación de los frenéticos dementes,
peregrinos,
que vacilan abordando el rumbo de la muerte.
Ya no hay puentes.
No hay señales, rieles, estaciones.
Todo se ha desvanecido en vano del calor,
la sombra autómata
y el verde musgo que desaparece a mil kilómetros.

Sin siquiera escancio espantos,
la posible estrofa, rima o desencanto.
Ya no existe el filo de armonías
ni el canto de gaviotas malolientes.
Ya no sigue el viento sobre el hierro empecinado
más que un triste encomio, o ráfaga,
y sin embargo suena, truena, engasta el pálido asidero
en los mortales.

Los ancianos mal vestidos, idolatran,
rasgan pieles, rostros y sangre.
Entre ellos corren, gritan;
se explican el fracaso propio, ajeno
y de ese antiguo movimiento
simple, acompasado,
apenas triste,
limpio,
que expira y se rebela,
monocorde o misterioso.

Entre ellos se replican los secretos,
realizan falsos gestos,
códigos que transparentan al instante.

Entre ellos cae el cielo negro,
la mentira de las direcciones.

Ya no existe entendimiento,
sólo un suelo blanco que revienta las pupilas;
que refleja la constante simetría
de un vagón vacío
que se interna en el desierto,
sin salir de la estación.